Von Stauffenberg, el primero de la izquierda, en el nido del àguila
Misión imposible: matar al Führer
'Valkiria' es fiel a los hechos históricos pese a algunas concesiones fílmicas - Lo peor: Tom Cruise no da el tipo como el complejo coronel Von Stauffenberg
Los conspiradores han metido una bomba en una caja con dos botellas de Cointreau y la introducen en el avión de Hitler en Smolensk. No explota y los conjurados tienen la sangre fría de ir al día siguiente a reclamar el paquete al cuartel general del Führer. Es una de las muchas secuencias del filme Valkiria que parecen salidas de la imaginación de un guionista de Hollywood, pero que son rigurosamente históricas. En otro momento de la película, el coronel Claus Schenk von Stauffenberg (Tom Cruise), que ya ha decidido que matará a Hitler, es recibido por éste en su residencia en el Berghof. Es el primer encuentro entre ambos y Hitler toma la única mano del militar mutilado entre las suyas y le lanza una larga e intensa mirada. Himmler y un repulsivamente maquillado Goering están presentes y el ambiente es opresivo y decadente, miasmático, como en una antesala del infierno: todo lo cual -incluido el que el Reichmarschall llevara maquillaje- coincide con el relato del auténtico Stauffenberg de aquella entrevista.
Sorprende en Valkiria, pese a algunas concesiones hollywoodienses -Stauffenberg-Cruise dejando caer su ojo de cristal en una copa para presionar a un conspirador dudoso (es cierto no obstante que se lo ponía y quitaba según la ocasión), su despectivo saludo de Heil Hitler con el muñón al general Fromm, que parece sacado de La Cruz de Hierro de Sam Peckinpah; el coronel teniendo la idea de usar el plan de movilización Valkiria al oír la apocalíptica cabalgata de Wagner en el gramófono en un ataque aéreo (¡)-, sorprende digo la obsesión por la fidelidad a los hechos históricos, aunque ello en ocasiones redunde en una opacidad de la trama para el público que poco o nada conozca de las circunstancias de la resistencia contra Hitler y del atentado del 20 de julio de 1944.
Para bastantes espectadores ha de resultar exasperante, por ejemplo, la abundancia de conspiradores, uniformados o de civil, que surcan la pantalla en las dos horas de película. Ni siquiera el que algunos estén interpretados por figuras de la talla de Terence Stamp (el general Beck) o Kenneth Branagh (Tresckow) facilita su seguimiento y la comprensión de sus propósitos y lealtades. Tampoco es muy inteligible el diseño del plan de coup d'état: el espectador estupefacto seguramente comprende muy bien al oficial de telecomunicaciones que exclama en pleno fregado, a lo 23-F: "¡No sé del lado de quién estamos!". Lo que queda claro es que, aunque muy valiente por parte de algunos, el golpe fue chapucero: enviar a un mutilado con sólo tres dedos y tuerto como ejecutor del atentado, muy complejo técnicamente, tuvo bemoles pero además las dudas y vacilaciones de otros conjurados clave -como el pusilánime general Olbrich, bien retratado, o el corrupto Fromm, o el cobarde Fellgiebel- hundió toda posibilidad de éxito.
Hubo su punto de mala suerte, sin duda: interrumpido en la preparación del explosivo, Stauffenberg sólo pudo emplear la mitad; la conferencia de Hitler se cambió de ubicación a un recinto que disminuyó el poder de la onda expansiva... El Secreto de Zara. Pero lo que acaba pensando el espectador (y no se equivoca) es que lo realmente extraordinario es que nuestro coronel pudiera llegar tan lejos. Que llegara a meterse en la Guarida del Lobo con los explosivos, los hiciera estallar (la película muestra por primera vez en el cine la explosión desde dentro) y lograra salir.
Stauffenberg era, sin duda, un tipo fuera de serie. Queda claro en los muchos testimonios sobre él, incluso de sus enemigos. En sus memorias, Speer dice que era a la vez "poético y preciso", modelado por la influencia del gran poeta Stefan George y la formación de Estado Mayor. Y cita el ministro nazi nada menos que a Hölderlin para describirlo. Y ahí radica el mayor problema de Valkiria. Difícilmente uno piensa en George, en el Estado Mayor alemán y no te digo en Hölderlin al ver a Tom Cruise. Ni todo Hollywood ni la cienciología te permiten meterte en la piel de un ser tan complejo e impresionante -y sometido a un terrible dilema, demediado entre deber y conciencia- como el coronel Stauffenberg (recordemos, aunque el filme no lo hace, que el oficial se carga con la bomba a cuatro personas, entre ellas a un pobre estenógrafo).
Así las cosas, la fidelidad histórica no impide que durante los momentos centrales del filme -Stauffenberg en la Wolfsschanze el 20 de julio- tengamos la sensación, ay, de estar en una nueva entrega de Misión: imposible. Sólo falta la musiquita: chan-chan, chan-chan-chan-chan. Sería injusto no reconocerle a Tom algunos, pocos, buenos momentos Stauffenberg: cuando se esfuerza en el hospital en abrocharse él solo la guerrera o torturado ante un Cristo crucificado en una iglesia bombardeada, inmerso en su propio Getsemaní de dudas. Por lo demás, impresionante la secuencia inicial de la retirada del Afrika Korps en el paso tunecino de El-Haffay donde Stauffenberg es ametrallado por los cazas aliados (una de las pocas secuencias de acción). Conmovedora la escena de los partidarios del golpe en la sede de la rebelión, el cuartel en la Bendlerstrasse, exhibiendo sus pases amarillos de conjurados -el puñado de los justos de la otra Alemania-. El final es algo precipitado, seguramente por causas de metraje. Se mezclan escenas y prolepsis que contribuyen a aumentar la sensación de caos histórico del espectador: se nos explica la suerte de algunos personajes (Tresckow-Branagh se suicida con una granada, así fue), vemos a detenidos juzgados ante el ignominioso juez Freisler, ahorcados con cuerdas de piano y colgados de ganchos, y, en paralelo, a Stauffenberg cayendo bajo las balas del pelotón de fusilamiento la misma noche del 20-J (el que su asistente el teniente Haeften se colocara delante es una de las mistificaciones de aquella ejecución). Cruise queda tendido en el suelo y en su rostro uno puede leer una expresión, esta sí muy stauffenbergiana, de esforzado fracaso.
Por Jacinto Antòn, El Paìs