Campos de concentración en EEUU durante la Segunda Guerra Mundial



Parte del oscuro pasado de la potencia del norte. La histeria se apoderó de la población y de sus militares dejando a un lado los derechos humanos.

Ante el ataque a Pearl Harbor durante la Segunda Guerra Mundial, se tomó la acción de crear campos de concentraciones para las personas de etnia japonesa. Estados Unidos se incorporó tardíamente a las Fuerzas Aliadas contra el Eje Roma-Berlín-Tokio, pero fueron mayoritariamente las personas de etnia japonesa que vivían en la costa del Pacífico las que fueron sometidas a este internamiento. La orden de concentración fue dictada por el presidente Franklin Delano Roosevelt, mediante el decreto 9066, que autorizaba a los jefes de las guarniciones militares a designar "áreas de exclusión"; el "área de exclusión militar número uno", que ocupaba la costa del Pacífico, se declaró fuera de límites para cualquier persona de ascendencia japonesa.

Ellos peleaban por EEUU mientras sus familias eran internadas


Estos campos de concentración en los Estados Unidos alojaron a cerca de 120.000 personas, en su mayor parte de etnia japonesa, más de la mitad de las cuales eran ciudadanos estadounidenses, en establecimientos diseñados a ese efecto en el interior del país, durante 1942 y 1948. El objetivo fue trasladarlos desde su residencia habitual, mayoritariamente en la costa oeste, a instalaciones construidas bajo medidas extremas de seguridad; los campos estaban cerrados con alambradas de espino, vigilados por guardias armados, y ubicados en parajes alejados de cualquier centro poblacional. Los intentos de abandono del campo en ocasiones resultaron en el abatimiento de los prisioneros.

En plena guerra, una apelación presentada por organismos de defensa de los derechos humanos intentó impugnar el derecho del gobierno a encerrar personas por razones étnicas, pero la Suprema Corte de los Estados Unidos rechazó la petición. El gobierno estadounidense ofrecería compensaciones a las víctimas a partir de 1951, pero se disculparía sólo en 1988, afirmando que la concentración de prisioneros se debió a "los prejuicios raciales, la histeria bélica y la deficiencia del liderazgo político".

Por acuerdos, Latinoamerica envió ciudadanos de etnia japonesa a los Campos de EEUU



Hubo acuerdos con casi todos los países de Latinoamérica (salvo Argentina y Chile) para que estos enviaran algunos de sus respectivos ciudadanos de origen japonés a los campos de Estados Unidos y Panamá o aplicasen su propio programa de internamiento. Algunas de estas personas sólo eran descendientes de japoneses y nunca habían estado en Japón. En total 2.264 del Perú (1.800), Bolivia, Colombia, Costa Rica, la República Dominicana, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, México, Nicaragua, Panamá y Venezuela fueron trasladados inicialmente a los campos de concentración en EEUU y Panamá, y de allí unos 860 partieron a Japón como parte de un intercambio. Al finalizar la guerra, 900 fueron deportados al Japón, 360 fueron objeto de órdenes condicionales de deportación, 300 permanecieron en los Estados Unidos, 200 regresaron a países de América Latina, y solo unos 79 recibieron autorización para regresar al Perú.

Los 23.000 japoneses que vivían en la costa oeste del Canadá, de los cuales tres cuartas partes eran ciudadanos canadienses, fueron perseguidos también. No se les permitió volver a la Columbia británica hasta marzo de 1949, siete largos aos después de la evacuación y tres y medio después del fin de la guerra.

Los Campos



Se sabe que uno de los campos de concentración fue el llamado "Crystal City" en Texas, donde se albergó entre otros a japoneses, japoneses-latinos y alemanes. En dicho campo los internados recibieron un trato agradable por parte de las autoridades estadounidenses. Pero en el campo de "Tule Lake", las cosas fueron muy diferentes ya que estuvo bajo un régimen más severo; se reservó para los descendientes de japoneses y sus familias que eran sospechosos de espionaje, traición o deslealtad, así como para líderes comunitarios, como sacerdotes o maestros. Otra familias fueron llevadas a Tula Lake al solicitar ser repatriadas a Japón. En este campo incluso hubo algunas manifestaciones a favor de los japones en plena guerra.

William Denman, juez jefe de la Novena Corte de Apelacion, describió así el Campo de Lago Thule: "Las alambradas de espino rodeaban a las 18.000 personas, igual que en los campos de concentración alemanes. Había las mismas torretas, con las mismas ametralladoras, destinadas para aquellos que intentaran escalar las altas alambradas. Los barracones estaban cubiertos por cartón alquitranado y esto teniendo en cuenta las bajas temperaturas invernales de Lago Thule. Ninguna penitenciaria del Estado trataría así a un penado adulto y allí había niños y recién nacidos. Llegar a las letrinas, situadas en el centro del campo, significaba dejar las chozas y caminar bajo la nieve y la lluvia. Una vez máas el tratamiento era peor que en cualquier cárcel, sin diferenciar, además, a niños o enfermos. Por si fuera poco, las 18.000 personas estaban hacinadas en barracones de una sola planta. En las celdas de las penitenciarías estatales jamás hubo tales aglomeraciones)". (Weglyn, pag. 156)

El Ejército utilizó seis vehículos blindados y un batallón de policía militar (31 oficiales y 899 suboficiales y soldados) para la custodia de este Campo de Lago Thule, en California. Otros campos poseían cercas electrificadas, un sinsentido si tenemos en cuenta que todos estaban situados en desiertos y zonas desoladas. Cada campo contaba con potentes focos que por la noche iluminaban hacia los barracones.

Se disparó contra cientos de internados, sufriendo muchos de ellos heridas. Ocho murieron por arma de fuego. En otras ocasiones los japoneses fueron golpeados brutalmente sin razón alguna. En el Campo de Lago Thule los guardianes tenían a gala el golpear a los detenidos con bastones de base-ball. Cuando los japoneses del campo californiano de Manzanar se manifestaron contra las condiciones de vida, los soldados arrojaron botes de humo y a continuación abrieron fuego. Un internado murió en el acto y otro más tarde. Otros nueve fueron gravemente heridos. Hubo japoneses que, desesperados, se suicidaron. Otros murieron a causa de las paupérrimas condiciones de vida.



A menudo tres generaciones de una misma familia vivían en una habitación de 6 x 7 metros. Algunas veces eran dos o tres familias distintas las que se alojaban en la misma habitación. Una bombilla era el úunico mobiliario, excepción hecha de aquel que los internados pudieron construirse. En otros casos las familias fueron enviadas a establos recién "reconvertidos", donde el hedor se volvía insoportable en verano.

Todo el correo era censurado, así como las comunicaciones internas. El japonés estaba prohibido en reuniones públicas y los servicios religiosos fueron suprimidos. Los prisioneros estaban obligados a saludar a la bandera, cantar canciones patrióticas y a declarar su lealtad a la nación "una e indivisible, con libertad y justicia para todos." Uno de los aspectos más significativos de esta represión racista es el hecho de que no fue protagonizada por una "clique" de fascistas y militares de extrema derecha, sino que -- por el contrario -- fue propagada, justificada y administrada por hombres bien conocidos por su apoyo al liberalismo y la democracia.

El encargado no estuvo de acuerdo al comienzo pero luego la histeria lo alcanzó



El Teniente General John L. DeWitt, comandante de la Defensa Oeste de los Estados Unidos, fue el encargado de internar a los japoneses étnicos. Aunque DeWitt comandó en la evacuación forzosa, inicialmente expresó su molestia por esta orden a un superior, alegando que: "Un ciudadano estadounidenses es, después de todo, un ciudadano estadounidense".

De Witt también aseguro que sí era posible diferenciar a los extranjeros leales a los Estados Unidos de los no leales. El Secretario de Guerra Henry Stimson estuvo de acuerdo con DeWitt, pero la histeria contra los ciudadanos de origen japonés pronto alcanzó los niveles militares y gubernamentales.

El Gobierno norteamericano manifestó que los centros de detención no tenían nada que ver con los horribles campos de concentracióon de sus enemigos en Europa. La agencia de relaciones públicas del Ejército se refería constantemente a ellos como "Campos de reasentamiento" y "asilos para refugiados". El Departamento de Estado negaba que los centros fueran campos de concentración: "por el contrario, las zonas donde estas comunidades están establecidas permiten a los japoneses el poder organizarse social y económicamente con la protección de las autoridades centrales de los EE.UU". En un artículo publicado por la oficina de relaciones públicas del Ejército, en septiembre de 1942, un oficial se dirigía a los norteamericanos en términos similares y aadía que "a la larga los japoneses sacarán provecho de esta terrible y dolorosa experiencia".

El rumor del levantamiento Nisei en San Francisco



Se esparció un rumor el 10 de diciembre de 1941, el cual decía que 20 mil Nisei estaban preparándose para iniciar un levantamiento armado en San Francisco. Nisei es el nombre que los estadounidenses daban a todos los japoneses étnicos que vivían en América, aunque originalmente englobaba solamente a la primera generación de japoneses nacidos en el país. DeWitt pensaba arrestar de inmediato a todos los japoneses étnicos, pero el jefe local del FBI logró convencerlo de que la información era falsa.

Algunas organizaciones estadounidenses clamaron por el encarcelamiento de todos los Nisei, entre las que destacan la Legión Americana y los Hijos Nativos del Dorado Oeste. El Secretario de la Armada Frank Knox añadió más pólvora a la histera anti-nipona al declarar que se había llevado a cabo una efectiva labor de quinta columna en Hawái, y al recomendar la evacuación de todas las personas con sangre japonesa de Oahu. Pero por personas cercanas al Presidente Roosevelt, la declaración de Knox fue desmentida, confidencialmente.

Crece la histeria contra la etnia japonesa



La primera demanda pública pidiendo el internamiento de los japoneses parece que fue hecha a comienzos de enero de 1942 por John B. Hughes, importante locutor de la Mutual Broadcasting Company. Poco después, Henry McLemore, columnista de la red de periódicos Hearts, decía a sus lectores: "Estoy por el traslado inmediato de todo japonés de la costa oeste de los EE.UU. a algun lugar lejano, en el interior; y no quiero decir tampoco a un lugar bonito. Que los reúnan como a un rebaño y que los despachen a lo más hondo de las regiones yermas. Dejémosles que palidezcan, enfermen, tengan hambre y mueran. Personalmente, odio a los japoneses. Y esto va por todos, sin excepción".

El popular actor Leo Carrillo telegrafió al diputado de su circunscripción: "¿Por qué esperar a que los japoneses se sobrepongan antes de que actuemos?...Trasladémoslos inmediatamente de la costa hacia el interior... Le insto en nombre de la seguridad de todos los californianos para que la acción se inicie inmediatamente".

En febrero, una delegación de congresistas de la Costa Oeste escribió al Presidente pidiendo "una evacuación inmediata de todas las personas de ascendencia japonesa... ya sean extranjeras o ciudadanos de los EE.UU., de la costa del Pacífico."

Fletcher Brown, a la sazón alcalde de Los Angeles, denunció el "enfermizo sentimentalismo, de aquellos preocupados por las injusticias cometidas contra los japoneses residentes en los EE.UU... Afirmó que si Lincoln viviese "detendría a la gente nacida en suelo americano que guardase secreta lealtad al emperador del Japón." "No hay la menor duda -- asertó Brown ante su audiencia -- de que aquel Lincoln, de apacible aspecto, cuya memoria hoy recordamos y reverenciamos, hubiese detenido a todos los japoneses y los hubiese llevado donde no pudieran causar ningún daño".

Walter Lippmann, probablemente el más famoso de los columnistas del país -- apoyó sin cortapisas la evacuación en masa en un artículo aparecido en febrero y titulado "La quinta columna de la costa". Westbrook Pegler, su oponente conservador, siguió sus pasos días más tarde.

El congresista por Missisipi, John Rankin, afirmaba en la Cámara de Representantes: "Propongo que se capture a todos los japoneses de América, Alaska y Hawai y se les interne en campos de concentración; y se les envíe cuanto antes hacia Asia. Esto es una guerra racial. La civilización del hombre blanco ha entrado en guerra con el barbarismo japonés. Uno de los dos habrá de ser destruido. ¡Condenémosles!, ¡Deshagámonos de ellos ahora!".

Leland Ford, congresista USA, escribió a mediados de enero una carta recomendando que todos los japoneses "sean colocados en campos de concentración en el interior", asegurando que los japoneses étnicos naturalizados que realmente quisieron demostrar su patriotismo deberían estar dispuestos a aceptar este sacrificio. El Gobernador de Oregón Charles A. Sprague demandó más protección contra actividades extranjeras, haciendo énfasis en los japoneses residentes en la costa. Por su parte, el Alcalde de Seattle, Earl Millikin, aseguró que aunque la gran mayoría de los japoneses étnicos no eran una amenaza, otros eran capaces de "quemar el pueblo" y facilitar un ataque aéreo japonés. El Gobernador de California, Culbert Olson, también participó en la histeria asegurando que algunos residentes japoneses estaban comunicándose con el enemigo o se estaban preparando para formar una quinta columna.

A inicios de febrero del 42, Los Angeles Times participó en incrementar la histeria contra los japoneses: "Una víbora es una víbora, sin importar donde se abra el huevo. De la misma manera, un japonés-estadounidense, nacido de padres japoneses, se convierte en un japonés, no en un estadounidense".

Luego DeWitt ordenó que se realizasen cateos en las casas de japoneses étnicos, con el objetivo de incautar cámaras y armas "subersivas". Cuando el Fiscal General Francis Biddle alegó que era necesario presentar una posible causa de arresto, DeWitt aseguró que ser descendiente de japonés era una. No obstante, después de realizar varias búsquedas sin órdenes de registro, incluso en casas de ciudadanos estadounidenses, el FBI reportó que no se encontraron armas ni cámaras.

El 23 de febrero, un submarino japonés, I-17, disparó contra un almacen de combustible en Santa Bárbara, incendiando unos barriles sin provocar bajas. Al día siguiente, unidades del Ejército estadounidense en Los Ángeles se vieron afectadas por la histeria y dispararon sus armas anti-aéreas al cielo. El ruido sobresaltó a algunas unidades de artillería que también dispararon sus cañones, unas 1.430 cargas. Aunque posteriormente ese episodio fue llamado burlonamente la Batalla de Los Ángeles, en esos días sólo contribuyó a incrementar la histeria de la población.

Antes de promulgar la Orden N· 9.066 sobre la evacuación de los japones y la creación de los campos, el fiscal general de los EE.UU. advirtió a Roosevelt que la seguridad del Estado no justificaba la evacuación de los japoneses. La Oficina del Fiscal General también manifestó que la evacuación supondría una violación de la Constitución.

El decano de los historiadores revisionistas americanos, Prof. James J. Martin, calificó el programa de evacuación como una "transgresión de los derechos humanos tan importante como para ridiculizar a todas las violaciones de los derechos humanos ocurridas desde el comienzo de los EE.UU. hasta hoy". Roosevelt autorizó, apoyó y mantuvo una acción que sabía racista y descaradamente anticonstitucional. Pero este no es sino otro ejemplo de la enorme hipocresía con que siempre se condujo.

El responsable de organizar la evacuación, teniente general De Witt, declaró: "En esta guerra en que nos encontramos, una simple migración no rompe las afinidades raciales. La raza japonesa es una raza enemiga y aunque hayan nacido dos o tres generaciones en los EE.UU., posean la nacionalidad y se hayan ''americanizado'' sus lazos raciales permanecen insolubles... De esto se sigue que a lo largo de la costa oeste hay 112.000 enemigos potenciales de origen japonés". Henry L. Stimson, ministro de la guerra, fue más lejos: "Sus características raciales son tales que no podemos comprenderlos ni fiarnos de ellos".

Se establecen los campos



Unas 110 mil personas de etnia japonesa, fueron obligados a vender sus viviendas y negocios en ocho días, aunque en algunas partes este tiempo se rebajó a cuatro días o se elevó a dos semanas. Al enterarse de esta medida, aparecieron compradores hostiles, que compraron las posesiones japonesas a precios muy bajos. En aquellos días, los japoneses étnicos poseían un 0.02% de la tierra cultivable de la Costa Oeste, pero el valor de sus tierras, en promedio, era siete veces superior al del promedio regional. Cuando a un afectado por la medida se le negaron unos días adicionales para recolectar su cosecha, la destruyó. Inmediatamente fue arrestado acusado de sabotaje, este fue el mayor caso de sabotaje japonés reportado en Estados Unidos durante la guerra.

Las posesiones que los japones colocaron en almacenes, esperando reclamarlas después de la guerra, fueron vandalizadas y robadas. Algunos las arrendaron, pero los ocupantes luego se rehúsaron a pagar el alquiler. Algunos dueños de plantaciones descubrieron después de la guerra que sus trabajadores habían vendido los terrenos a terceros. Muchos que decidieron no vender sus propiedades, descubrieron después de la guerra que sus casas habían sido invadidas o que el Estado las había expropiado por no haber pagado impuestos.

Una vez finalizado el tiempo para la preparación, los japoneses étnicos fueron llevados a centros de reunión en trenes o autobuses, vigilados por guardias armados. En la mayoría de los casos, estos centros eran hipódromos, y los evacuados tenían que dormir en los establos. Al final de mayo de 1942, los evacuados fueron instalados en campos rodeados por alambrado de púas. Dichos campos fueron llamados "centros de reubicación", pero las condiciones de vida allí eran ligeramente mejores que las de los campos de concentración. En los campos, a cada familia se le entregaron placas con un número grabado para cada miembro, que fueron utilizadas para identificarse.

Se cierran los campos y compensación



DeWitt, en 1943, ya no contaba con credibilidad en el Departamento de Guerra, y fue relevado del mando en el Comando Oeste. En su reporte final, DeWitt aseguró que la evacuación forzosa de los japoneses hacia campos había sido necesaria, ya que aseguró haber recibido cientos de reportes sobre apariciones de luces en la costa y transmisiones de radio de origen desconocido. Hoover se mofó de la División de Inteligencia Militar de DeWitt, ya que mostraba "histeria y falta de juicio".

Pero recien en la primavera de 1944, el Departamento de Guerra recomendó la disolución de los campos al Presidente Roosevelt. Sin embargo, debido a que ese año Roosevelt buscaba la reelección, la decisión fue aplazada. De esta manera, en la primera reunión de gabinete después de la reelección de Roosevelt, se decidió soltar a todos los evacuados que habían demostrado ser leales. Pero se tardó un año en llevarla a cabo.A la salida, los evacuados recibieron un boleto de tren y 25 dólares.

El gobierno estadounidense ofrecería compensaciones a las víctimas a partir de 1951, pero se disculparía sólo en 1988, afirmando que la concentración de prisioneros se debió a "los prejuicios raciales, la histeria bélica y la deficiencia del liderazgo político". El Presidente Ronald Reagan firmó además un acta, donde ofrecía 20 mil dólares a las víctimas sobrevivientes.

Se calcula que los estadounidenses de origen japonés perdieron unos 400 millones de dólares de esta manera, pero después de la guerra, el gobierno solamente devolvió 40 millones de dólares. Sin embargo, estas devoluciones ocurrieron muchos años después del ataque a Pearl Habor. El Yokohama Specie Bank, banco estadounidense de origen nipón, en donde las personas de etnia japonesa ahorraban sus dineros, no recibieron sus ahorros sino hasta 1969, cuando la Corte Suprema falló a su favor, pero al cambio de pre guerra y sin intereses.