Jorge Carlos Olivera, captado fugazmente a través del cristal, a su entrada en el tribunal
Otro episodio de la infamia, en un banquillo argentino
El general argentino Jorge Carlos Olivera Rovere compareció ayer ante el Tribunal Oral Federal Número 5 de Buenos Aires con un impecable terno gris y paso reposado, propio de sus 82 años de edad. Miró de frente, casi sin pestañear, a los familiares de los asesinados y desaparecidos, y se sentó con la espalda rígida, sin hacer caso a los murmullos de "asesino" que recorrieron la sala. El general Olivera Rovere está acusado de ser el máximo responsable de los centros clandestinos de detención y tortura que funcionaron en Buenos Aires durante los años de la dictadura y su juicio es, quizás, el más importante que se ha desarrollado en Argentina contra los responsables de aquella barbarie, una vez procesados los integrantes de la propia Junta Militar, como Videla o Massera.
Olivera y los otros cinco altos mandos que comparecieron ayer con él (dos generales, dos coroneles y un teniente coronel, subjefes de la misma zona militar) representan al terrible Primer Cuerpo del Ejército que encabezó la represión política en Buenos Aires a partir de 1976. En concreto, y para esta causa, Olivera está acusado de cuatro asesinatos (cuatro refugiados uruguayos, entre ellos los diputados Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez, que fueron arrebatados a la puerta de sus hoteles el 18 de mayo de 1976 y cuyos cuerpos aparecieron tres días después en un coche abandonado), 116 secuestros y desapariciones, y numerosos delitos de tortura. Entre sus víctimas puede figurar también el escritor y periodista Haroldo Conti.
El general Olivera casi logró salir impune, a pesar de la larga lista de crímenes que se le imputan. Con la llegada de la democracia fue procesado, pero su eventual condena quedó interrumpida gracias a las leyes de perdón y amnistía. Reabiertas las causas en 2003, fue de nuevo detenido y estuvo preso durante tres años, hasta que la Cámara de Casación lo puso en libertad a la espera de juicio.
Así pues, Jorge Carlos Olivera llegó ayer al Tribunal tranquilamente, desde su domicilio porteño. El secretario de Derechos Humanos del Ministerio de Justicia, Eduardo Luis Duhalde, que asistió a la sesión, aseguró que "las pruebas colectadas son tan abrumadoras" que considera que la condena está asegurada. "Espero que sea condenado al máximo de la pena prevista", añadió. Dada su edad es, sin embargo, poco probable que vuelva a pisar la cárcel.
El juicio, que durará varios meses debido al gran número de testigos citados, empezó en medio de una fuerte polémica porque los jueces del Tribunal Federal impidieron la entrada de cámaras de televisión y fotográficas, en contra, se supone, de las órdenes ya dadas por la Corte Suprema que ampara el derecho a la publicidad de los juicios. Los jueces de este tribunal decidieron autorizar únicamente a un cámara del canal público de televisión y a un fotógrafo para que entraran en la sala durante tres minutos. La televisión rechazó el acuerdo y el fotógrafo no pudo hacer ninguna foto sensata, porque los jueces decidieron sorprendentemente que los tres minutos habían acabado antes de que el procesado entrara en la sala. "Queremos ver la cara del asesino", protestaban en la puerta familiares de las víctimas. El tribunal, integrado por los jueces Daniel Obligado, Guillermo Gordo y Ricardo Frías, se mostraron también inflexibles al exigir a las representantes de las Abuelas de la Plaza de Mayo que se despojaran de sus famosos pañuelos blancos, por considerarlos "símbolos" inapropiados.
Entre los testigos figuran algunas de las víctimas que consiguieron sobrevivir a su paso por alguno de los centros de detención controlados por el Primer Cuerpo del Ejército, cuyo jefe era el tristemente célebre general Carlos Suárez Mason, el más despiadado de los despiadados, muerto en 2005, a los 81 años, de un ataque al corazón. Lugares como El Banco, el Olimpo o Automotores Orletti forman ya parte de la historia de la infamia en Argentina.