Las mujeres del nazismo



Las mujeres de los nazis, de la alemana Anna Maria Sigmund es un libro de mucho interés para el que desea conocer la historia de las mujeres que estuvieron detras del nazismo. Esta obra de divulgación histórica, narra las vidas de, entre otras, Eva Braun, Magda Goebbels, Leni Riefenstahl, Carin Goering y Gaby Raubal. A continuación, un fragmento del capítulo de introducción, en el que la autora alemana describe la relación de Hitler con las mujeres del nazismo. Esta entrada responde a una anterior llamada Las mujeres de los nazis.

El 3 de abril de 1923, el periódico del partido socialdemócrata (SPD) Münchner Post, escribía acerca de las “mujeres locas por Hitler” y caracterizaba con sarcasmo a las numerosas protectoras y admiradoras que escuchaban sus discursos con ojos humedecidos por el arrobo, empeñaban sus joyas y hacían préstamos. Como revancha por ese y similares artículos, Hitler hizo destruir el 8 de noviembre de 1923 las salas de redacción del periódico.

De hecho las mujeres fueron fieles auxiliares de Hitler desde la primera hora. Le despejaron el camino, establecieron contactos y lo financiaron. En 1926 el Nsdap (Partido Nacional-Socialista Obrero Alemán) estaba al borde de la quiebra, y Hitler amenazaba con suicidarse: “No asumiré la bancarrota; mejor pegarse un tiro”. “Entonces –como él contaba después–, en el último momento, nuestra querida señora Bruckmann vino en nuestra ayuda. Me llevó a ver a Emil Kirchdorf (gran industrial), con el que tuve una conversación de cuatro horas. Kirchdorf pagó todas las deudas y volvió a ponerse a flote el partido.” Elsa Bruckmann, de soltera princesa Cantacuccene, tenía en Munich un famoso salón, en el que presentó a Hitler a todos cuantos tenían rango, nombre e influencia. A ruegos de su esposa, el rico editor Hugo Bruckmann pagó el alquiler de Hitler y le cedió su palacio como alojamiento de invitados. Allí, Elsa Bruckmann escuchaba con las manos entrelazadas –como hipnotizada– los discursos de Hitler. Su servilismo no tenía límites:
“Querido señor Hitler: Me sobra este reloj de pulsera. ¿No querría usted utilizarlo? Si quisiera pasarse mañana o el jueves para echar un vistazo a los muebles, etc., que podría usted usar”.

Hitler no tenía reparos. Está documentado cómo empleaba los objetos de valor de sus admiradoras: “Como garantía de un préstamo, el señor Adolf Hitler deposita un colgante de esmeraldas con platino y brillantes, un anillo de brillantes (solitario), una boquilla veneciana con incrustaciones y una mantilla española en seda roja”.
Como a los hombres, Hitler sabía manipular magistral e individualmente a las mujeres y utilizarlas para sus fines. Caer rendida a los pies del Führer era condición sine qua non para ser admitida en el círculo de la elite femenina nacional-socialista. La fascinación de Hitler les hacía olvidar el programa del Nsdap, único en el panorama político alemán en lo que a desprecio de las mujeres se refería.

Las mujeres eran bienvenidas como afiliados normales, cotizantes, pero: “Una cosa tiene que estar clara: el hombre es el único que puede ser juez, soldado y guía del Estado”, anunciaba el teórico nazi Rosenberg. La “emancipación de las mujeres de la emancipación de la mujer” era la doctrina básica del movimiento nacional-socialista. Eslóganes nazis como “El hombre y la mujer son desde que el mundo es mundo dos seres distintos, con funciones separadas” y “El mundo de la mujer es pequeño, comparado con el del hombre” provocaron indignación en amplias zonas de Alemania. Incluso en los máximos círculos del partido hubo que defender esa imagen de la mujer, anacrónica e impopular. Goebbels anotó en su diario: “Virulento debate sobre la mujer y sus tareas. En esto, soy enteramente reaccionario. Tener niños y educarlos es una gran tarea. Mi madre es la mujer a la que tengo mayor respeto, y está alejadísima del intelecto, y tanto más próxima a la vida. Hoy las mujeres opinan de todo, lo único que ya no quieren es tener hijos. Y a eso le llaman emancipación. No, yo he tenido el valor de defenderme contra el terrorismo de la opinión pública. Fue una discusión dura, hasta las dos de la mañana”.



Las mujeres conservaron el derecho de voto, inútil en un Estado totalitario, después de 1933. A cambio, empezaron a ser metódicamente desalojadas de todos los ámbitos de la vida pública. Con este fin el 25 de abril de 1933 se promulgó la “Ley contra la congestión en las escuelas ylas universidades”, que preveía una regulación mediante cuotas para los judíos y las mujeres... sólo el 1,5 por ciento de los estudiantes podían ser judíos, y sólo el 10 por ciento mujeres.

La imagen nacional-socialista de la mujer se remonta al sociodarwinismo del siglo XIX, reavivado en los escritos de los teóricos populistas y nacional-socialistas, con Mi Lucha, de Adolf Hitler, y El mito del siglo XX de Alfred Rosenberg, a la cabeza. También Walther Darré, el “místico de la sangre y el territorio”, aportó su contribución con sus obras El campesinado como fuente de vida de la raza nórdica y La nueva nobleza de la sangre y el territorio.
El Estado nazi jamás desarrolló una ideología propia respecto de la mujer. La “imagen de la mujer alemana” surgió casi por generación espontánea en el campo abonado de la cosmovisión nacional-socialista y sus objetivos políticos. Eslóganes como “la mujer como guardiana de la raza, la virtud doméstica y las costumbres” enmascaraban las prosaicas metas de eliminar el paro y aumentar la población con vistas a la guerra y la colonización del Este.

En El ABC del Nacional-socialismo, publicado en 1936, la imagen nazi de la mujer se revestía de un aura romántica: “Queremos volver a tener mujeres, no juguetes adornados con baratijas. La mujer alemana es un buen vino. Cuando ama, la tierra florece. La mujer alemana es la luz del sol en el hogar patrio. Debe seguir siendo venerable, no el placer y la diversión de razas ajenas. El pueblo debe mantenerse puro y limpio, ése es el objetivo superior del Führer”. No era fácil encontrar mujeres de este tipo, así que un militante del partido publicó el siguiente anuncio en el Müchner Neuesten Nachrichten:
“Médico de 52 años, de pura raza aria, combatiente en la batalla de Tannenberg, con intención de establecerse, desea tener descendencia masculina mediante matrimonio civil con una mujer trabajadora, sana, de ascendencia aria, joven y virginal, sin exigencias, adecuada también para el trabajo duro, que use tacones anchos y no lleve pendientes, a ser posible sin patrimonio. Abstenerse intermediarios. Discreción garantizada”.

La emancipación de la mujer había avanzado ya mucho en Alemania, y había echado profundas raíces en la conciencia pública. Ya no se podía frenar en seco y volver del revés. La “mujer que hacía política” no era, como creían los nacional-socialistas, un mero “sarampión de posguerra”. Las mujeres trabajaban en todos los sectores y cuidaban la imagen que las mundanas clases altas de los años veinte les habían dado. Había carreras de coches femeninas, actos organizados por aviadoras deportistas y concursos de paracaidistas... la “mujer moderna” no era sólo un eslógan. Ese nuevo tipo de mujer que se manifestaba en la ingeniera Melitta Schiller (de casada condesa Stauffenberg), doctora en ciencias físicas y piloto de aviación, no tenía nada que ver con el ideal nazi de la mujer “junto a la rueca y el costurero”. La capitana Schiller probó importantes instrumentos de vuelo en unos 1500 peligrosísimos vuelos en picado. Ganó el “Premio al vuelo seguro de las pilotos deportistas”.
Durante el Tercer Reich, las “damas” eran un adorno bienvenido en las recepciones de la Cancillería y en el séquito de Hitler. Para todo lo demás, se hablaba de la “mujer en casa y junto a la rueca”.

Baldur y Henriette von Schirach


Eslóganes que no afectaban a las mujeres de la elite nacional-socialista, como tampoco la frase “el cucharón es el arma de la mujer”, porque la mayoría de ellas dejaban esas ocupaciones en manos de sus empleados. De hecho, nadie respondía menos al ideal femenino nacional-socialista que las mujeres, compañeras y amigas de los dirigentes nazis. A Eva Braun no se le pasaba por la cabeza renunciar a la ropa de alta costura o el maquillaje, hacía culturismo y rodaba películas. Margarete Himmler, antigua enfermera, despreciaba demasiado a su marido como para tomar en serio sus ideas. Emmy Goering se había abierto paso como actriz, y Carin Goering era el prototipo de la agitadora política. Henriette von Schirach trató de activar la vida cultural vienesa, y las pocas pero incansables dirigentes femeninas nazis raras veces estaban junto al fuego del hogar.

Tampoco había en la elite nacional-socialista la reclamada abundancia de hijos. Sólo las familias Bormann y Goebbels cumplieron los objetivos. Y Gerda Bormann, la esposa del poderoso secretario del partido, era la única en el círculo de las importantes que respondía en todos los puntos a las nuevas concepciones de la feminidad. La hija del viejo militante Walter Buch, alta y robusta como un guerrero bárbaro, celebró en 1929 una típica boda de la cruz gamada con Martin Bormann, condenado por complicidad en asesinato, tuvo nueve hijos y dependía, con fe ingenua y fanática, de su marido y su Führer. Se sentía dispuesta a cualquier sacrificio por la causa. Participó en ejercicios espirituales nacional-socialistas y elaboró un sistema que le permitiera vivir bajo el mismo techo con las numerosas amantes de su esposo: “... reunir todos los niños en la casa del lago y vivir juntos, y la mujer que no tenga hijos en ese momento siempre estará en condiciones de estar contigo”.

El matrimonio no era algo exigible por consideraciones morales, sino porque los nacional-socialistas lo valoraban como “institución reproductora” ideal... lo bastante como para hacer una cuenta sencilla: “Por desgracia, tenemos dos millones más de mujeres que de hombres. El objetivo será y tiene que ser que una muchacha se case, pero antes que agostarse como doncella vieja, es mejor que tenga un hijo. La naturalezaquiere que una mujer tenga un hijo; algunas mujeres enferman si no tienen hijos. Sí, ¡es mil veces mejor que tenga un hijo que llene su vida antes que irse amargada de este mundo!”.

Como consecuencia de la ideología racial y femenina de los nazis surgió por fin la Fuente de la Vida de Himmler: un programa de reproducción de hombres nórdico-germánicos. “Cuando creé la Fuente de Vida en primer lugar estaba respondiendo a una apremiante necesidad de dar a mujeres racialmente irreprochables, que quedaban encinta sin estar casadas, la posibilidad de dar gratuitamente a luz. De manera discreta, hice saber que toda mujer soltera que estuviera sola y deseara tener un hijo, podía dirigirse con toda confianza a la Fuente de la Vida. El comandante general de las SS apadrinaría al niño. Como auxiliares para la concepción sólo se recomendaría a hombres racialmente irreprochables”, contó Heinrich Himmler a su médico y masajista.

Los nacional-socialistas se jactaban de haber resuelto la cuestión de la mujer, porque estaban convencidos de conocer con exactitud los deseos de las mujeres: “Las mujeres alemanas quieren ante todo ser esposas y madres, no quieren ser camaradas, como esos rojos que tratan de congraciarse con el pueblo y pretenden convencerse a sí mismos y a ellos. No echan de menos la fábrica, no echan de menos la oficina y tampoco echan de menos el Parlamento. Un hogar íntimo, un marido cariñoso y un montón de niños felices es lo más próximo a sus corazones”. Sin embargo, ese intento de controlar el presente y el futuro por medios reaccionarios estaba condenado al fracaso.
La renuncia del Estado nazi al potencial económico e intelectual de sus conciudadanas se volvió contra él, igual que la retrógrada actitud del Tercer Reich en relación con la investigación y la ciencia trajo consecuencias indeseadas en un plazo asombrosamente breve.

Mientras los dirigentes nazis impedían trabajar o apoyaban con tibieza a los científicos serios, y se entusiasmaban en cambio con oscuras teorías de la sabiduría como la del ingeniero austríaco Hans Horbiger, los físicos a los que habían expulsado preparaban la guerra atómica. Asimismo, la idea del “hogar junto al fuego” se convirtió en un bumerán. Mientras los alemanes libraban una guerra minúscula contra el lápiz de labios y la laca de uñas y prohibían fumar en público a las mujeres, la industria aliada de armamentos empleaba sobre todo trabajadoras. Incluso cuando, durante la Segunda Guerra Mundial, se hizo notar la falta de mano de obra, Hitler dudó largo tiempo, presa de su propia ideología, antes de obligar a trabajar a las mujeres.

Aunque el ideal femenino postulado por los nazis se diera poco en la práctica, ellos seguían haciendo, imperturbables, planes para la etapa posterior a la guerra que iban mucho más lejos en radicalidad que la Fuente de la Vida. Por eso, se consideró aconsejable ocultarlos a la población hasta la “victoria final”.
La fanática Gerda Bormann se mostraba entusiasmada con ellos: “Sería bueno que, al final de esta guerra, se aprobara una ley como la que se aprobó al final de la guerra de los Treinta Años, que otorgaba a los hombres sanos y válidos el derecho a tener dos mujeres (nota al margen deMartin Bormann: El Führer está pensando en cosas parecidas). Habrá tan pocos hombres valiosos que sobrevivan a esta azarosa lucha, tantas mujeres valiosas condenadas a no tener hijos... ¡Necesitamos niños también de esas mujeres!”.

Martin Bormann, que con el consentimiento de su mujer tenía, junto a su amante principal Manja Behrens, dos más, no podía sino asentir con alegría: “Absolutamente, dada la inminente lucha que decidirá el destino nacional”.
Las medidas nacional-biológicas realmente tomadas en consideración en torno de 1943 parecen salidas de una película de terror: todas las mujeres menores de 35 años serían obligadas a tener cuatro hijos con hombres de pura raza alemana. En cuanto una familia hubiese alcanzado la cifra mágica de cuatro hijos, los maridos quedarían disponibles para la campaña.
El resultado de la Segunda Guerra Mundial impidió el programa de reproducción nazi, junto con los previstos “matrimonios de emergencia nacional” y la eliminación del matrimonio monógamo mediante la implantación y equiparación legal de las segundas esposas.

Vía: Anna Maria Sigmund, Las Mujeres de los Nazis
Editorial Sudamericana